Yedra (extensión del capítulo «Renacer»)

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Lo había visto nacer desde la lejanía. Apostada en la colina, como hacía a menudo, pues era el mejor lugar para observar la región en la que vivía, oteó una pequeña erupción de tierra en el horizonte de aquella fresca mañana. Diminutas sacudidas eléctricas recorrieron su cuerpo en forma de escalofrío y el fino vello color oro que cubría sus extremidades se erizó. El corazón comenzó a saltarle en el pecho, se sentía agitada y confusa, ¿qué podría ser? Había oído historias pero pensaba que hacía mucho tiempo que aquellos seres dejaran de existir. Tenía la voluntad dividida entre escapar corriendo e ir allí para ver si era lo que sospechaba. Ganó la última. Sus pies se arrastraban por la tierra en señal de protesta. Se demoró recogiendo algunas bayas y hierbas que servirían a su madre para cocinar mientras su voluntad se seguía debatiendo en el pecho, ¿por qué las palmas de sus manos padecían punzadas de ansiedad?, ¿cuál era el motivo de que el sudor frío perlara su frente?, y, lo más importante, ¿por qué sentía una felicidad tal en la boca del estómago que la incitaba a gritar de alegría?

Cuando llegó a unos cinco pies de distancia del montón de tierra negra, el sol estaba casi en su cénit. Una pequeña mano blanca recubierta con una especie de gelatina venosa asomaba detrás del montículo. Algo así de pequeño no me puede hacer daño; instintivamente cogió un pedrusco del camino. Se acercó sigilosamente, piedra en mano. Cuando rodeó el montón de tierra lo pudo ver de cuerpo entero: tumbado boca arriba con brazos y piernas extendidas parecía plácidamente dormido, disfrutando de cada rayo de sol que acariciaba su piel y evaporaba la sustancia viscosa que cubría gran parte de su cuerpo. Su cabello, una fina pelusilla que recubría su cráneo, era de color celeste y parecía crecer a ojos vista, al igual que el resto de su cuerpo. Lentamente los huesos de sus extremidades y tronco se alargaban, estirando la elástica piel hasta volverla traslúcida. Pero de toda aquella extraña criatura lo que más llamaba la atención de Yedra eran aquellos seis puntos que iluminaban su pecho de naranja, verde, violeta y azul. Por un buen rato quedó hipnotizada por cada cambio de color de aquellos misteriosos círculos de luz.

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